A ella, estaba claro, le gustaban los chicos malos.
Sólo hay que ver cómo los miraba. Cómo contraía su mandíbula y hacia chirriar los dientes cuando veía uno pasándole cerquita. No era rápida ni nada la tipa. En sus mejores días no se le escapaba ni uno.
Plantaba los talones en el suelo, recogía su hábito negro y replegaba los brazos. Después cogía aire y ¡zas!
Un fogonazo.
El cliente perdía la vida y ella se marchaba feliz con su reluciente guadaña bien guardada bajo el brazo.
El hombre responde extrañado al niño que tiene delante. El crío, de mofletes rojizos y expresión sorprendida, se da la vuelta y le deja encerrado tras dar un sonoro portazo. Aún no sabe porqué está recluido y tampoco intuye porqué tiene que estar vestido con esas estúpidas ropas de color verde.
Se pone de pie y mira por la ventana.
Delante de él un diminuto punto de luz comienza a realizar peculiares movimientos en el aire. Tras mirarlo embobado unos segundos deja sus ojos cerrados.
En ese momento lee un nombre, Peter, y entiende por fin que está pasando.
La serpiente me quedó más gorda de lo previsto. Claramente. Lo reconozco. No quiero echarle toda la culpa a las prisas pero bueno, algo tuvieron que ver. Que si el cielo, que si la tierra, que si el océano… Cuando se hace por primera vez un trabajo pasan estas cosas. Yo también tengo derecho a ser un novato, a equivocarme. Todavía lo hago y parece que no os molesta mucho (siempre que os pille lejos claro).
Además, la puse en un manzano. Escondidita. Ya que me salió obesa así hasta le cuidaba un poco la dieta. Pero tuvo que llegar el tonto de Adán y preguntarle la maldita receta.
No les digo por donde saqué a la abuelita porque seguro que no reeditarán el cuento. Tampoco les revelaré el secreto de aquellos enanitos siniestros ni los verdaderos pensamientos alegres necesarios para poder volar. Mejor me sentaré en este aparato, que ya tengo una edad, y esperaré, pacientemente. Por eso dejé bien llenas de pistas todas mis películas, porque siempre me ha divertido imaginar a la gente del futuro buscando secretos entre tanto dibujo y moraleja barata.
Mira, parece que ya aprietan el botón.
Enseguida comienzo a sentir sueño. Percibo también un poco de frío.
Dentro de unos años, cuando despierte, quizá estas benditas máquinas dejen de ser, aparentemente, como una simple nevera.
Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito. Aunque en cierto modo le daba igual pues siempre podría culpar al mecanismo de giro.
Vivía solo ahí arriba, la gente le respetaba por su gran labor y además disfrutaba gratis de unas vistas maravillosas. Un trabajo fácil en el que sólo debía asegurarse del buen estado del foco.
Como recompensa, más allá del sueldo, cada cierto tiempo el hombre se tomaba ciertas licencias y apuntaba dónde no era.
Después el farero cruzaba los brazos sonriente mientras esperaba que el mar y la noche borraran las pistas y terminaran, si se daba el caso, con la tarea.
Los niños jugaban a atrapar la luz. De cuclillas, encogidos, miraban fijamente el punto luminoso del suelo. Cuando lo creían despistado se lanzaban hacia él. Chocaban entre ellos, golpeaban sus rodillas contra el suelo y reían al comprobar que no había nada entre sus dedos. Repetían el juego una y otra vez . Al otro lado de la puerta el tipo de la linterna apuntaba en un cuaderno sus reacciones. En el suelo se amontonaban los paquetes vacíos de pilas. Cuando empezó el experimento pensó que tardaría menos en deshacerse de ellos. Nunca creyó eso de que los niños, a veces, se alimentan tan sólo de juegos.
Y se vistieron para la misa de 12. Con su corbata, su camisa blanca y su chaqueta negra. Se miraron al espejo y confirmaron que la raya, bien recta, seguía trazada en su pelo. Cogieron las llaves, el monedero y el teléfono móvil (por supuesto en modo silencio). Cerraron sin hacer ruido la puerta de casa y bajaron a la calle con una sonrisa afable en el rostro. Miraron al cielo, se santiguaron y comenzaron a andar.
De repente uno de ellos se detuvo dándose una palmada en la frente. Volvió a toda prisa sobre sus pasos y cogió, casi la olvidó, su bendita pistola.
El serenatero gustaba de enseñar equilibrios a las cabras. Dedicaba horas a ponerles sobre dos patas para enseñarlas a andar. Instruyéndolas para sostener sobre su morro naranjas y limones. Hasta decía tener una que era capaz de mantener una almendra para luego lanzarla al aire y engullirla sin dejarla caer.
Recuerdo todavía cuando vino corriendo un día a decirnos que una de ellas, la más vieja, se había puesto a escribir sus memorias en verso.
- ¡Para que luego digan que ya no quedan artistas en los manicomios! – nos dijo exultante.
El señor Francisco, cuando amanece y no hay nadie en las calles, sale todos los días a dar un paseo. Se va a la otra punta del pueblo parar comprar el periódico y leerlo mientras regresa a la residencia andando deprisa para llegar antes de que se despierten.
No quiere que al pillarle se acaben las caminatas.
Cuando llega al edificio debe tirar el diario y después regresar a la cama.
El resto del día se lo pasa tumbado. Con la baba colgando y la mirada perdida. Disimulando un Alzheimer que le permite comer calentito y seguir razonando.
El muy berzotas cierra los ojos, respira hondo y, tras el penúltimo trago, se pone a la tarea. Una mano por aquí, un tajo por allá. La piel gruñe en forma de estrías lo mucho que este inútil la está haciendo sufrir. Su cliente, dormida, fantasea con ser de nuevo la envidia. El santo y seña de piropos múltiples a precio, ¡qué oportunidad!, de rebajas. El plástico termina la faena y firma su obra con una costura. Cuando despierta, curiosa, la mujer pide un espejo. Y grita, al descubrir su reflejo, pues parece pesadilla lo que pagó como un sueño.
Quizá escapar sea más apropiado. Con los ojos bien pendientes de lo que le rodea pues no quiere que le roben lo que tiene en su mano. El bastón, un pie más, se transformará en un arma si las cosas se ponen feas. Nunca pensó que a su edad tuviera que pensar de nuevo en defenderse y en cambio ahí está. Con cara de enfado la anciana se marcha con un pan bajo el brazo. ¿Comer? En el reino del miedo ese es el verbo que ella, de golpe, está conjugando.
Preparado. Las zapatillas hundidas en los tacos de salida. Cerrados los ojos para evadirse y escuchar tan sólo el bang de la pistola. Busca vacío alrededor. Es entonces cuando se enfrenta a sus recuerdos. Despertar temprano para correr contra él mismo, comer lo que odia para volver a correr después. Sin descanso. Levantar peso para no mover nada del sitio. Cenar lo que no tiene sabor. Dormir y que ese sea el premio. ¡¡Bang!! Despacio, se pone de pie. Quieto. Sonríe y abre los ojos. No tomó la salida pero en cambio llegó hace tiempo a la meta.
- Lo mejor este coñac - dijo el crítico de cocina.
Los labios carnosos, aún húmedos por la comilona recién engullida, se separaron como una puerta pesada para pedir la cuenta. Su barriga repleta, semejante a una cascada de grasa, se deformaba en el interior de una camisa de seda blanca. El hombre había terminado su trabajo por hoy.
Abandonó el restaurante haciendo tambalear la esfera que era su cuerpo. Solicitó su vehículo y, tras una propina ridícula, dejó el restaurante.
En la cocina, el chef, afiló sus cuchillos tras esconder el brebaje.
El viejo cayó en brazos del extraño, creando señales de humo inútiles con el vaho de su respiración. Éste lo puso sobre sus hombros y lo introdujo en el asiento trasero del coche.
Atravesó la ciudad deteniéndose, sigiloso, frente a la puerta de un hospital. Una vez allí dejó al hombre en el suelo.
En poco tiempo el vigilante de seguridad vio el bulto. Bajo una sábana blanca quedaron un cuerpo sin vida y dos riñones aún en condiciones para ser trasplantados.
El cirujano, con los hombros cargados, tomó el bisturí.
"Un blog de microrelatos y poesía. Alberto García Salido es su autor. Especialista en relatos de cien caracteres, sólo cien. Y las fotos son muy buenas..."
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